El
río Pastaza canta con voz ronca el salvajismo de su recorrido. El ruido del
agua estrellándose contra millares de obstáculos se asemeja a una mujer con sus risos desordenados.
Las
advertencias están claras. Si alguien se cae al agua debe nadar con la cabeza
hacia atrás para evitar golpearse con las rocas, no puede desesperarse y jamás,
jamás perder el remo que le ha sido otorgado. Es el inicio del turismo de
aventura en el que no pueden intervenir menores de edad sino solamente quienes
por su propia cuenta decidan aventurarse.
Después
de una charla explicativa, los turistas están advertidos, la adrenalina empieza
a hacer su papel. Sus sonrisas se exhiben con reticencia mientras el río
Pastaza canta con voz ronca el salvajismo de su recorrido. Todo el temor de las
turbulentas aguas se armonizan con la dulce brisa que hacer silbar a los
árboles y la melodía sutil de las aves que se esconden entre el follaje.
La
charla en el sector La Penal concluye. De un solo tirón, la balsa inflada
especialmente para la actividad se posa sobre las cabezas de los que se
enfrentarán al río, todos equipados con cascos, chaquetas y trajes de
neopropeno para evitar la pérdida del calor corporal. Y vaya que el último detalle
es importante para adentrarse en un torrente gélido, que besa la piel con la
fiereza de pequeñas agujas insertándose por los poros.
Ya
en el agua, el nerviosismo se desvanece a medida que la adrenalina sube. Paúl
comanda la travesía y a la vez es uno de los ocho remeros que la impulsan. El
equipo está dispuesto en partes iguales a ambos lados de la nave plástica y
cada miembro repasa las instrucciones, que fueron dadas con anterioridad. Los
remos se sumergen con fuerza pero ni tan al fondo ni tan superficialmente. Lo
más importante son los comandos, que son como leyes a bordo.
El
inglés es el idioma común y el guía lo habla de manera tosca pero confiada.
“Forward” (hacia adelante) y “back” (hacia atrás) son las palabras básicas que
se combinan con “left” (izquierda) y “right” (derecha) para definir el curso
del recorrido.
La
balsa avanza, alejándose cada vez más de Baños con rumbo al oriente. La
grandeza de la vegetación –que enmarca el Pastaza en una vía irregularmente
recta- se asemeja a las murallas de la gran Troya, solo que pintadas de un
verde profundo lleno de vida. Pero solo se la puede apreciar por breves lapsos,
los descansos entre cada asalto contra la corriente, capaz de mecer a su
voluntad el ímpetu de los aventureros.
No
es la primera vez que Mark Crane, de 21 años, se enfrenta a un río. En su natal
Inglaterra no tuvo la oportunidad, pero sí en otros países que ha visitado.
Dice que la sensación es parecida, pero el paisaje de Ecuador es espectacular.
En esta ocasión brinca sobre una ruta calificada como Nivel 3, en una escala de
seis peldaños que avanza por categorías de agresividad.
La
velocidad de avance depende –en gran parte- de la crecida del afluente. La
lluvia de la noche anterior aumenta la rapidez y crea una ilusión peculiar.
Parece que no solo la balsa, sino todo el mundo camina. Todo se mueve, incluso
cosas que provocan un ambiente surrealista como un mamut mecánico llamado
gabarra, que algún día la corriente sacó de su lugar y arrastró hasta un
espacio abandonado en medio de una isla de piedras redondas.
Catherine
Kilburn, inglesa de piel de mármol y ojos como estanques de miel, tiene una
mueca de preocupación en el rostro. -“¿Qué es ese sonido?”- pregunta al
percibir una especie de crujido sobre sus pies. –“Son piedras”- contesta Paúl,
quien hace las veces de gurú dentro de la embarcación. Y el “noise” (en inglés)
de verdad preocupa. No vaya a ser que una roca con intenciones de navaja lacere
la piel azul del material inflado que los transporta.
Pero
la amenaza no pasa a mayores. Otras balsas se aproximan, en total hay cuatro
surcando el Pastaza. Cuando están lo suficientemente cerca se inicia otra
batalla, pero esta vez salpicadas de agua helada, gotas misiles que se
entierran en los rostros de Catherine y de Mark.
Hay
un espectáculo aparte: el de los pequeños kayaks que escoltan las balsas. Están
ahí para marcar el camino, registrar el trayecto con fotografías y ayudar en
los imprevistos. Ellos sí pelean con la corriente, se convierten en marionetas
que sucumben a la soberana voluntad del río.
El
viaje culmina sin mayores aspavientos, para desembarcar en una zona conocida
como Madre Tierra, a una hora de Baños. (Fuente: Gobierno Municipal del Cantón
Mera)
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