Por: Luz Elena Cadena Peña
La fila de mujeres y niños figuraba una serpiente inquieta en la vereda, impaciente por el sol y por la espera. No es nada sencillo esperar toda la mañana en condiciones incómodas, hay madres con niños en brazos, abuelas que sienten tambalear sus piernas, no hay consideraciones para nadie.
Bajo ese sol intenso pareciera que al minutero le da pereza avanzar. De pronto los gritos del guía avisan que hagamos una fila ordenada para entrar, ¡por fin! Los empujones para pasar por la estrecha puerta mostraban esa contradicción de querer entrar mientras las mujeres del otro lado desean salir.
Ya al pasar la primera puerta la voz de los guías es ácida, mal humorada, no hay un trato cortés. Después de todos los controles quedaba una puerta más, la que da ya a los pabellones. Muestras todos los sellos, que son tu pasaporte al encierro, y ya estás ahí. Miras encuentros que te labran nudos en la garganta, las presas se funden en abrazos que pintan un solo cuerpo.
Algunas de las internas están muy bien arregladas, tienen pintada con lápiz labial una sonrisa que esconde soledad, sombras en los ojos para disimular su mirada triste. En el fondo esta Cristina Campaña, sentada en la fría banca de cemento al filo del primer pabellón.
Sus ojos claros fijan un punto en el espacio. Recuerda que sus padres vinieron desde El Corazón, en la provincia de Cotopaxi. “Allá hay mucha pobreza, no hay ni agua potable”. Ellos en busca de un mejor futuro viajaron a Quito. Su papá encontró trabajo en una fábrica por Calderón, vivieron por algún tiempo allí.
Su madre libraba su propia batalla con jabón y cepillo en mano, dejaba todas sus fuerzas en piedras de lavar ajenas para aportar con los gastos de la casa. A su padre le dijeron muchas gracias y adiós en la fábrica, no volvió a encontrar un trabajo estable. En la Loma de Puengasí es donde, a medias, construyeron un techo que cubra sus sueños. En la cabeza de Cristina se quedaron grabadas las injusticias, la desigualdad social y la eterna pregunta ¿Por qué unos tienen más que otros?
Ella estudió en el Colegio Quito, para las estudiantes no había ni marchas ni protestas. Las profesoras se encargaban de encerrarlas en una burbuja incapaz de reventarse ante la realidad. En el bachillerato se decidió por estudiar contabilidad, para tener un as bajo la manga si no podía ingresar a la universidad, encontraría trabajo pronto con este título.
La Universidad significaba para ella una luz, una puerta llena de posibilidades para mejorar. “Mi padre se puso en una postura machista, quería que mi hermano, por ser hombre, vaya a la universidad pero él quería trabajar”. Las palabras de aliento para entrar a la Universidad siempre se dibujaron en los labios de su madre. A la final se matriculó en la Facultad de Administración de la Universidad Central.
Cuando cursaba los primeros semestres Cristina vio cómo los dirigentes del Frente Revolucionario de Izquierda Universitario (FRIU) explicaban su pelea por el libre ingreso a la universidad. “Ellos incentivaban a luchar para que se considere a todos los estudiantes que quieran ingresar por igual”. “Ahí es cuando ingresé a formar parte del movimiento universitario, para poder participar directamente asistiendo a las reuniones, debates y a todo lo que organizaban”.
Después ya le conocían en la facultad como miembro del FRIU. Sus profesores decían que es pérdida de tiempo, que son vagos. Pero fue buena estudiante, nunca perdió un semestre. Es un ejemplo de que organizarse y ser responsable con los estudios son cosas que pueden ir de la mano. La lucha por las necesidades de la mujer también era su norte a nivel universitario.
A pesar de salir de la Universidad no se desvinculó de la actividad política. Para ella la lucha social es ya un modo de vida y no piensa cambiar de opinión. El 3 de marzo su manera de luchar cambió de escenario, pero sus objetivos son los mismos.
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Vive en Quito en la Loma de Puengasí, calle A, lote 12.
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